Durante su encierro, Ana atestiguó el sombrío mundo de la trata y, gracias a organismos como Proteja, la joven está en rehabilitación
Por Daniel de la Fuente
Distrito Federal (25 agosto 2009).- El día que cumplió 14 años, Ana fue vendida por su padre a un hombre que pagó por ella 15 mil pesos.
Esa mañana de septiembre de hace unos años, el hombre la invitó a comprarle su regalo.
La verdad fue que la llevó del DF a Puebla, donde la esperaba el sujeto que la compró.
Aún hoy la chica ignora si su padre lo hizo para pagar un adeudo o para allegarse dinero fresco. Poco importa.
El sujeto que la recibió fue el primero de muchos y Puebla el primero de varios estados a los que Ana sería llevada para su explotación sexual.
La historia fue contada por su protagonista, quien radica en el DF, y suele repetirla en foros a los que ella es llevada para dar su testimonio por parte de la asociación Proteja (Proyecto de Apoyo a Refugios para Víctimas de Trata de Personas).
Ésta es la única instancia que promueve la tipificación de la trata en los códigos estatales.
Gabriela Saavedra, directora de Proteja, recuerda que la trata es la captación y traslado de personas para explotación sexual, laboral y para extracción de órganos. Sus víctimas, sin embargo, no existen ni como cifras para la PGR.
"En la trata hay engaño, abuso", dice.
"Se da dentro o fuera del país, y afecta más a mujeres, niños y niñas".
Niñas como Ana.
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Ana narra a cuentagotas, pero en frases contundentes, su desventura.
Le es difícil expresarse.
La acompañan Gabriela Saavedra y Yuriria Álvarez, directora y asesora, respectivamente, de Proteja, y Aquiles Colimoro, coordinador jurídico de la Fundación Casa de las Mercedes, sitio en el que ella vive desde hace tiempo y que brinda atención a niñas y adolescentes en situación de calle.
"Ana es una sobreviviente, ya entenderás por qué", agrega Aquiles y la joven comienza su testimonio. Atroz.
"Toda la gente piensa que a una niña normal nunca le va a pasar esto o que en su familia no va a suceder", agrega con una seguridad que contrasta con su timidez inicial.
"Yo venía de una casa bien, no nos hacía falta nada".
La realidad, lo reconocerá más tarde, es que las cosas no funcionaban del todo normales en su hogar. Ella se hacía cargo de atender al hermano menor y al padre, lavar y planchar, asear la casa, en tanto su madre dormía durante el día y salía a trabajar por la noche de prostituta.
El padre de Ana era quien conseguía los clientes, pero él cobraba. La niña no sabía esto, pues le decían que su madre trabajaba en un restaurante.
"Ellos (sus padres) consumían mariguana y cocaína, se ponían muy violentos, sobre todo mamá, yo creo que ya de tan histérica, tan fastidiada del trato que le daba papá", cuenta Ana.
Su madre, advierte, nunca le expresó lo que vendría para ella.
En realidad, la mujer lo ignoraba parcialmente. Sin embargo, dice Ana que hubiese sido alertador saber lo que su madre era forzada a hacer por las noches.
"Nunca me dijo 'tú sigues' o algo parecido, porque dice que cuando me fui creyó que estaba estudiando con una tía", explica.
"Pero nunca me dio la alternativa, la opción de salir de allí".
Acaso lo que alguna vez llegó a escuchar de su madre fue el calificativo que le daba al padre: el perro infeliz.
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Casi desde que la dejó con el primer hombre que la compró, "el perro infeliz" desapareció de su vida. No abusó sexualmente de ella, tampoco del hermano, pero sí la golpeaba.
Aquiles explica que, en caso de poner una denuncia en su contra, la autoridad habría podido dar con su paradero.
Sin embargo, cuando la chica habla de su venta se refiere a ella como "cuando me fui".
"Esto es porque sabe que es un delito lo que él cometió contra ella y podría ir a la cárcel, pero también se debe a que Ana aún no termina de asimilar lo que vivió", explica Aquiles y hace una pausa para que la chica continúe con su historia.
"El primero me pegó, me pegó muy fuerte", relata ella.
Tras numerosos abusos, el hombre la empezó a "compartir" con otros que solían visitarle.
Ana no sabe bien a bien si era "rentada" por dinero.
Un segundo hombre la compró en Morelia y así siguió un tercero, en Veracruz. La cruzaban por otros estados, en auto, para que no se le grabara la ruta.
En todas partes, cuenta, asistió a colegios de paga y, al salir, era acompañada por escoltas.
Lo mismo al resto. Ana afirma que en cada lugar donde estuvo el mínimo era de cuatro niñas y, máximo, de nueve. Todas menores y de complexión similar: delgadas, altas, no muy desarrolladas físicamente.
"Por lo que explica Ana creemos que trabajó en negocios de masajes que no se anuncian en el periódico, dado que quienes atienden a 'clientes VIP' son menores", cuenta Aquiles.
"Aunque ha pasado tiempo, Ana nos ha hablado poco de su experiencia, pero por lo que dice percibimos que, cada día, era un infierno para ellas".
Aquiles describe lo que a Ana le es imposible: cada mañana debían arreglarse, ponerse la ropa interior que les era proporcionada y asear su espacio.
En tanto llegaban los clientes, debían atender teléfonos y dar información sobre los servicios, que iban desde el sexo oral hasta el coito.
El tiempo máximo por servicio era de 45 minutos. Las jovencitas eran seleccionadas de un catálogo brindado en la recepción.
El precio era de 800 a 3 mil pesos, de acuerdo al servicio.
Ana desconoce la cifra de clientes.
Fueron tantos.
Ninguno le ofreció sacarla de esos sitios, hablarle sobre alguna opción de fuga. Algunos, patéticamente, le confesaron estar enamorados de ella, pero argumentaban no poder ofrecerle más por estar casados.
Ana poco o nada cuenta sobre sus compañeras, quizá porque casi no hablaban entre sí porque se les tenía prohibido, aunque en ocasionales charlas Ana percibía sus sitios de origen: el sur, las playas, el extranjero.
A partir de lo que la niña ha platicado, Aquiles afirma que las menores eran vigiladas todo el tiempo, incluso con cámaras en los baños. Por su parte, ella dice que a las que les ganaba el llanto sólo las veía sin hacer algo.
"Era pánico, eso era lo que sentíamos, pero no podíamos hacer nada. ¿Huir? ¿Cómo?".
Aquiles interviene: les era difícil pensar porque sus "propietarios" las obligaban a consumir drogas. Hoy, Ana lucha contra la adicción a la cocaína, el crack y la metanfetamina.
Las historias abundan en la memoria de Ana. Una vez presenció que una niña fue sacada muerta en una bolsa. Un cliente la asesinó a golpes.
"La sacaron para que todas la vieran", interviene Aquiles.
Así pasaron los meses y los años. Cuenta la joven que hubo cumpleaños, navidades, pero nada les representaban estos días a las secuestradas.
Tampoco tenían demasiadas expectativas de salir: se veían como condenadas sin remedio a ese modo de vida indigno.
El fin se dio de tajo, cuenta ella. Entró un día a la escuela y de allí se fue al DF con un tío, quien la llevó con su mamá y su hermano, quienes pensaban que se había ido por su propio pie.
No sabe nada de sus captores. Tampoco en qué lugares estuvo ni quiénes la compraron.
La madre la inscribió en un colegio de religiosas, pero al poco la niña saltó. La reclusión no le venía bien.
A los días llegó a la Fundación Casa de las Mercedes y conoció a los especialistas encabezados por Aquiles, quienes la han apoyado en el camino de regreso de las drogas y la explotación sexual a través de terapias.
Eventualmente, dice Ana, piensa en las niñas y lo que fue de su destino.
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No hay cifras sobre las víctimas de trata en México, pero Proteja estima miles.
"Por ello consideramos urgente la creación de refugios para víctimas y la tipificación del delito en los códigos estatales", explica Gabriela Saavedra.
Por su parte, Aquiles Colimoro puede contar las peores historias de terror. Testigo de existencias desgarradas, lo mismo habla de la dramática caída de una niña salvadoreña en manos de una mafia de tráfico sexual de la frontera con Estados Unidos, que el abuso sin nombre de una pequeña de ocho meses a la que el primer cliente, en Acapulco, dañó gravemente durante la violación.
Muchos clientes y promotores, recalca, son artistas, políticos, empresarios. Figuras públicas y prominentes.
Las niñas mexicanas, agrega, son cotizadas en las antros de Tokio o en los sótanos de Nueva York a miles de dólares, en tanto las de otros países no se quedan atrás: de acuerdo a datos que él posee, niñas cubanas son traídas al país por 5 mil dólares.
De ser regresadas a la isla al cabo de un año, el tratante devuelve mil al cliente.
"Por todo esto, dije al principio que Ana es una sobreviviente, pero ¿y las demás?".
Por su parte, Ana estudia leyes.
Afirma que lo hace para defender a quienes sean empujadas al mismo camino que ella.
"Tengo ganas de vivir", dice.
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martes, 25 de agosto de 2009
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